Los pueblos originarios han vivido en Canadá por más de 40.000 años. Se calcula que América del Norte estaba habitado por unos dos millones de personas antes de la llegada de los europeos. El surgimiento de Canadá como nación está ligado a la extensión de la población colona de costa a costa al norte del paralelo 49, y al confinamiento de la población indígena en reservas. El naciente estado, Canadá (1867), emprendió una política de asimilación agresiva destinada a “matar lo indígena” en la infancia. El informe que está en el origen de esta política, Davin Report, recoge en 1879 : “La cultura indígena es una contradicción en su conjunto, están incivilizados. El propósito de la educación es destruir lo indígena.” Para ello se crearon internados, gestionados por diferentes nominaciones de iglesias, la mayoría católicas, y financiadas (pobremente) por el Estado. Todos los niños de las familias indígenas estaban obligados a asistir a ellos, entre los 3 y los 17 años.
Los internados operaron durante 125 años, cerrando el último en 1996. En ellos, el índice de mortalidad infantil era muy superior a la media del momento, y en algunos de ellos se cometieron atroces abusos. Hoy salen a la luz lo que este sistema supuso ; las tumbas no marcadas encontradas recientemente en Kamloops y Cowessess son posiblemente solo las primeras de muchas que saldrán a la luz. Los titulares que hablan de ellas nos causan justificado estupor.

Todo el abuso que supuso el sistema de los internados y las atrocidades cometidas, son hechos históricos que nos avergüenzan, nos enrojecen y nos provocan inmensurable dolor. Quisiéramos no tener que mirar esta realidad, pero el primer paso de cualquier camino positivo es elegir saber, escuchar, nombrar sin tapujos lo que ocurrió y el daño que causó. Como bien dice el Papa Francisco en Fratelli Tutti nº 249 : “Nunca se avanza sin memoria Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa.”
A nivel humano podemos comprender la ira que los hechos que salen a luz provocan. No obstante, la quema de iglesias que se están produciendo no sirve más que para alimentar un rencor que enferma el alma personal y colectiva. Lo que no podemos es perder la oportunidad de reflexionar y aprender lo que necesitamos aprender.
Lucie Leduc, Directora Ejecutiva de la casa de espiritualidad Star of the North en la que trabajo, ante el dolor causado por la quema de la iglesia centenaria en la que ella y su familia celebraron todos los sacramentos, desde bautizos hasta bodas, compartía una honda reflexión : “Este dolor que siento me lleva a pensar en lo que los pueblos indígenas tienen que haber sufrido cuando se les prohibió hablar su lengua, tener sus celebraciones, celebrar sus ritos religiosos, cuando se negó, “se quemó”, su cultura.”

HHabremos aprendido algo si somos capaces de ponernos en el lugar del otro, sentir su dolor, avergonzarnos de lo que como Iglesia potenciamos, y si hacemos un camino de conversión que nos purifique y nos despoje de todo lo que necesitamos ser despojados.
Si volvemos la vista hacia Jesús, él nació en la simplicidad, en la pobreza, allí creció y allí adquirió toda su sabiduría, observando y aprendiendo de la vida de las mujeres y hombres con los que convivía, reconociendo a Dios en todo, en la naturaleza, en los gestos cotidianos, en sí mismo. Toda su vida pública trascurrió en la precariedad, siendo itinerante, sin ningún poder. Lo caracterizó la misericordia, la compasión, y el corazón que se mueve por el dolor del otro. Su vida terrenal terminó en la cruz, despojado de toda dignidad y poder.
Con ese horizonte, el momento actual es una invitación a purificarnos de tanta estructura de poder con que falsamente nos hemos arropado, y depurarnos de todo lo que no esté al servicio de la misericordia. Tenemos muchos ropajes de los que desprendernos.
Como dice Leonardo Boff, no vale solo son ser buena gente (sentirnos como tal en gran medida viene de sabernos en sintonía con el sistema dominante del momento) ; lo que Dios quiere y Jesús nos evidenció, es la misericordia, la compasión. Esta es oportunidad de purificación, de dejar que nuestro corazón se mueva por el dolor del otro. Será la escucha del dolor de los pueblos indígenas la que nos purifique. El pesar por el dolor causado debe llevar ineludiblemente al compromiso en la reparación, en la máxima medida en la que podamos. Y lo mejor que nos puede pasar es que, esos a los que hemos causado tanto dolor, nos ofrezcan su acogida, su perdón. Ninguna bendición mayor podemos recibir. Sabiamente recoge Fratelli Tutti en el nº 251 : “Los que perdonan de verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza destructiva que los ha perjudicado.” Esto es lo que yo encuentro en las personas indígenas de la parroquia Sacred Heart of the First People de Edmonton con quienes comparto celebración cada domingo. Son ejemplos vivos de este perdón redentor, invitación a la memoria y a la reconciliación.

La espiritualidad no es algo privado ; la dimensión social es constitutiva a la fe en el Dios de Jesús. La resurrección tiene también su dimensión comunitaria, no acontece solo a nivel individual ; estamos llamados a resucitar juntos. En este momento, en Canadá, solo podemos caminar hacia ese momento de vida tras la muerte de la mano de nuestros hermanos y hermanas de la Primeras Naciones. Ellos y ellas son nuestros mentores y nuestros guías.